CC58 – fuego sobre la tierra

Fuego sobre la Tierra

CRISTO el Señor, comienza su actividad de maestro y predicador con las palabras del profeta Isaías: «El ESPÍRITU del Señor está sobre mí!» Es Él, que envía a este ESPÍRITU sobre la tierra. Ya desde el inicio, cuando «una tierra surgida del agua y establecida entre las aguas por la Palabra de DIOS» (2 Pd 3,5) estaba en acción este ESPÍRITU: «El ESPÍRITU de DIOS aleteaba por encima de las aguas» (Gn 1,2). Por orden suyo la creación existió para la vida y para la luz. Desde entonces «el ESPÍRITU del Señor llena la tierra» (Sab 1,7).

De sus acciones podemos leer en los salmos: «Envías tu Espíritu y todo es creado, y renuevas la faz de la tierra» (Sal 104,30).

Una nueva llegada de este Espíritu Divino es característica del tiempo mesiánico, del cual los profetas anunciaron: «He aquí que Yo todo lo renuevo» (Is 43,19). Hacia esto se dirige todo el anhelo de los piadosos, en que el Señor realizará la palabra del profeta Ezequiel: «Yo les daré un solo corazón y pondré en ellos un espíritu nuevo: quitaré el corazón de piedra y les daré un corazón de carne» (Ez 11,19; 36,26). Quienes deben ser renovados por medio del Mesías, el Salvador, y por medio de Su ESPÍRITU, somos nosotros los hombres: «los que estamos en CRISTO, somos una nueva creación: pasó lo viejo, todo es nuevo.» (2 Cor 5,17).

La fe cristiana nos enseña, que este ESPÍRITU es la Tercera Persona Divina, el amor mutuo entre PADRE y el HIJO, como vínculo del amor uniendo a los dos. El amor del DIOS Trino en nosotros, es la gracia, que es atribuida al ESPÍRITU SANTO, «porque el amor de DIOS ha sido derramado en nuestros corazones por el ESPÍRITU SANTO que nos ha sido dado» (Rm 5,5). Con JESUCRISTO, este ESPÍRITU penetra en nuestro mundo. Él penetra en el hombre, toma posesión de él, le transforma interiormente y es principio de vida. Dejemos actuar alguna vez en nosotros, estas palabras de san Pablo: «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del ESPÍRITU SANTO, que está en vosotros y habéis recibido de DIOS y que no os pertenecéis? … Glorificad, por tanto a DIOS en vuestro cuerpo.» (1 Cor 6,19-20). ¿No es ésta la Buena Nueva de un gozo divino: Llevar a DIOS, al ESPÍRITU SANTO en su cuerpo? «Y el ESPÍRITU de Aquel que resucitó a JESÚS de entre los muertos, dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su ESPÍRITU que habita en vosotros» (Rm 8,11).

Este ESPÍRITU que habita en nosotros realiza milagro sobre milagro en nuestra alma. Según la doctrina de san Pablo, el cristiano ya no vive para sí, sino que vive la vida de CRISTO en todas sus etapas. El cristiano que sufre con CRISTO, será crucificado con Él, será sepultado con Él, y resucitará con Él para una nueva vida. Esto no es simplemente una imitación de lejos sino va mucho más profundo.  La vida, el sufrimiento, el morir y el resucitar del cristiano es: la vida, el sufrimiento, el morir y la resurrección del mismo CRISTO. Esta íntima comunión de vida es el misterio del Cuerpo Místico de la santa Iglesia, que se reveló en el día de Pentecostés por medio de la efusión del ESPÍRITU SANTO. Cuando CRISTO comunicó su ESPÍRITU a la humanidad redimida, Él la «constituyó místicamente como su cuerpo«. En este Cuerpo Místico, «la vida de CRISTO se comunica a los creyentes, que se unen a Cristo, muerto y glorificado, por medio de los sacramentos de una manera misteriosa pero real» (Lumen gentium, 7). El ESPÍRITU forma, por así decir, el puente, para que nosotros podamos asimilar la vida de CRISTO y transformarla en la nuestra.

Ahora, ¿presentimos, lo que nos trae la fe cristiana y lo que esto significa en su esencia? «Ya no vivo yo, (pienso, actúo…) sino que es CRISTO que vive en mi» (cfr. Gal 2,20). Cada bautizado es un miembro de Su cuerpo místico. En cada uno de nosotros, el Señor de nuevo camina sobre esta tierra. Cada uno de nosotros compartimos Su cruz por medio de nuestro propio destino y con Él y por Él, entraremos también en Su gloria, cuando todo sea consumado.

Sólo el cristiano tiene la posibilidad, de asimilar la vida de CRISTO en el ESPÍRITU SANTO y de ser realmente uno con Él, como el Señor lo dijo en el cenáculo de la última cena: «Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno» (Jn 17,22). El ESPÍRITU SANTO, que crea a este nuevo hombre, impele hacia dentro del mundo. Había noche sobre la tierra y sombra de muerte. Ahora habrá luz, desde que el fuego del ESPÍRITU ha sido derramado sobre los hombres.

Los animados por el ESPÍRITU son impelidos a proclamar el Evangelio. Así, estos hombres son penetrados por el ESPÍRITU, y ya no son ellos los «que están hablarán, sino el ESPÍRITU de su PADRE que hablará en ellos» (Mt 10,20). Porque todos hemos sido bautizados en un solo ESPÍRITU (1 Cor 12,13), para formar un solo Cuerpo, «sean judíos o griegos, esclavos o libres», crecerán juntos hacia esta unidad en el ESPÍRITU, para lo cual el apóstol encuentra una analogía: «no formamos más que un solo cuerpo en CRISTO» (Rm 12,5), siendo el alma de este cuerpo, el ESPÍRITU. Y porque este cuerpo de CRISTO, esta comunidad «nueva» de los redimidos, está fundamentada completamente sobre el ESPÍRITU, por eso damos culto y adoración a DIOS “en ESPÍRITU y en VERDAD”, como CRISTO mismo aseguró a la mujer samaritana en el poso de Jacob (Jn 4,24). Así comienza un “nuevo modo de orar y suplicar, animados por el ESPÍRITU» (Ef 6,18), que se extiende tan poderosamente, y finalmente será el ESPÍRITU mismo, quien esté orando en nosotros con «gemidos inefables» (Rm 8,26), incluso podría suceder, que el Espíritu “arrebate al hombre hasta el tercer cielo, y escuche palabras inefables, que el hombre es incapaz de repetir” (2 Cor 12,3).

A este ESPÍRITU de amor, que bajó en Pentecostés sobre el mundo, ni siquiera el imperio romano le ha podido resistir por mucho tiempo. Las palabras de los Hechos de los Apóstoles acerca de Esteban son una profecía: «no encontraban argumentos, frente a la sabiduría y al Espíritu que se manifestaba en su palabra» (Hch 6,10). En la historia del Reino de DIOS siempre aparecieron hombres «llenos del ESPÍRITU SANTO» (Hch 6,5), allí se disolvió todo odio, allí se ocultó la incredulidad y la superstición, allí se vio vencido el infierno. ¿Comprendemos estos sentimientos de los primeros cristianos? Ellos sabían que somos portadores del ESPÍRITU y con el ESPÍRITU se nos ha dado todo. ¿Presentimos, que con el cristianismo realmente surgió una nueva primavera sobre la tierra estéril del invierno? y ¿que bajó un nuevo paraíso, un «Nuevo Edén», en el cual brotan los frutos del Espíritu, como nos lo enumera san Pablo en la carta a los Gálatas: «amor, gozo, paz, paciencia, mansedumbre, fidelidad, benignidad, castidad» (Gal 5,22)? ¿Comprendemos también, que estos hombres casi no podían esperar, hasta que «llegara el gran Día del Señor» (Hch 2,20), en el cual será derramado el ESPÍRITU sobre toda carne» (Joel 3,1)? Porque entonces empezará la hora beatífica de la eternidad, cuando veremos que “con el rostro descubierto, reflejamos, como en un espejo, la gloria del Señor, y somos transfigurados a su propia imagen con un esplendor cada vez más glorioso, por la acción del Señor, que es Espíritu» (2 Cor 3,18).

También el Espíritu quiere transformar nuestra vida. Nada se lo impedirá, si nosotros abrimos nuestro corazón. Y en este mundo tan frío de amor, deseamos y suplicamos de todo corazón, por nosotros y por muchos otros. No hay oración más hermosa y profunda al ESPÍRITU SANTO, que la secuencia de Pentecostés (del Papa Inocencio III). Clamamos a Él: ¡Padre de los pobres… luz y paz de los corazones… consolador en el abandono… suavísimo dulzor! ¡Qué cerca está el ESPÍRITU consolador en todas nuestras debilidades y necesidades terrenales!

Cuando nosotros, que estamos leyendo esta carta circular, Le invocamos con un corazón y con una voz, se elevará un grito poderoso hacia el cielo, que no se quedará sin respuesta.

Les invitamos cordialmente, pedir este fuego del amor, para ustedes mismos, para nuestras familias y nuestra patria, para todos los pueblos y para la santa Iglesia tan afligida.

 

 

VEN ESPÍRITU SANTO,

Manda Tu luz desde el cielo.

Padre amoroso del pobre,

Don, en tus dones espléndido,

Luz que penetra las almas,

Fuente del mayor consuelo,

 

Ven, dulce huésped del alma,

Descanso de nuestro esfuerzo.

Tregua en el duro trabajo,

Brisa en las horas de fuego,

Gozo que enjuga las lágrimas,

Y reconforta en los duelos.

 

Entra hasta el fondo del alma,

Divina luz y enriquécenos.

Mira el vacío del hombre,

Si Tú le faltas por dentro.

Mira el poder del pecado

Cuando no envías Tu aliento

           

Riega la tierra en sequía,

Sana el corazón enfermo.

Lava las manchas, infunde

Calor de vida en el hielo.

Doma al espíritu indómito,

Guía al que tuerce el sendero.

 

Reparte tus siete dones,

Según la fe de tus siervos.

Por Tu bondad y Tu gracia

Dale al esfuerzo su mérito,

Salva al que busca salvarse,          

Y danos Tu gozo eterno. Amén. Aleluya

 

Envía Señor Tu ESPÍRITU y todo será creado.

Y renovarás la faz de la tierra.

 

Oremos:

Oh DIOS, que has iluminado los corazones de Tus hijos con la luz del ESPÍRITU SANTO; haznos dóciles a Tu ESPÍRITU para gustar siempre el bien y gozar de su consuelo. Por JESUCRISTO nuestro Señor. Amén.